Posted on 27 febrero, 2012 in ABC Coaching, Coaching Individual, CoachingyPsicologia
La culpa: Una pelea con uno mismo.
No hacen falta palabras para definir la culpa, cualquiera de nosotros conoce el malestar interno que sentimos cuando ese sentimiento nos invade. Es sumamente displacentero, sin embargo no logramos liberarnos fácilmente de él, sólo atinamos a explicar las “razones” que nos hacen sentir en pelea con nosotros mismos. La culpa es, justamente, un estado de pelea entre el que somos y la idea que tenemos de cómo deberíamos ser. Nos negamos a aceptar que somos como somos. Pelear para dejar de ser quienes somos y lograr ser lo que “deberíamos” es una batalla perdida de antemano que consume nuestra energía y nos conduce a la amargura.
Aceptar amorosamente que somos quienes somos es un requisito indispensable para que la culpa se diluya. Esto no quiere decir que las cosas no puedan cambiar y que no podamos adquirir una visión mas clara y mejorar nuestra situación, lo que estoy tratando de decir es que no lo lograremos por el camino de la culpa y el reproche.
Recuerdo el caso de Roberto, dueño de una pequeña empresa en Argentina. En el último vuelco grave de la economía del país, la empresa quedó sin trabajo y luego de varios intentos lo más aconsejable parecía cerrarla. Cuando la propia realidad acorraló a Roberto tomó la dura y costosa decisión. Todo quedó en orden pero Roberto se encontró sin trabajo, con pocos ahorros y con más de cuarenta años.
Ana su mujer era una profesional independiente que trabajaba colaborando significativamente con la economía familiar aunque nunca había sido el principal sostén. De golpe los roles se invirtieron y la mujer pasó a ser la proveedora de la casa mientras Roberto trataba de reacomodarse para ver qué rumbo tomar. Ninguno de los dos estaba acostumbrado a esta situación.
Ana enfrentó el desafío aunque sentía el peso de un lugar en el que nunca había estado: tener la carga económica sobre sus hombros. Roberto se sentía oprimido por la culpa de no ser “suficiente” volviéndose ultra sensible. Esta situación no tardó en repercutir en la pareja. Cuando Ana se mostraba cansada él interpretaba el hecho como un reproche hacia su “ineptitud”. Las discusiones iban en aumento mientras que los ahorros decrecían. Cuando Roberto acudió a mi consultorio se había metido hacia adentro y se alejaba del mundo, en un momento en que necesitaba justo lo contrario. Estaba tomado por la depresión y virtualmente paralizado.
Llegó con el razonamiento obvio: “Cómo no voy a estar así con lo que me sucedió”. Comprendí su sufrimiento, su tristeza, pero fuimos develando poco a poco la manera en que la culpa complica las cosas ya que lo que convierte la tristeza en depresión es la sensación de fondo de que “es culpa mía lo que sucede” y si bien Roberto por afuera responsabilizaba a la marcha de la economía, por dentro se culpaba de no haber “hecho lo suficiente”.
Indagando en su historia resultó ser este un viejo dolor, al ser el hermano del medio entre dos hermanos sobresalientes donde su padre le marcaba que nunca estaba a la altura de las circunstancias. “No hiciste lo suficiente” era el guión de su película, el telón de fondo de todos los actos de su vida. Trabajamos para deshacer esa idea ya que lo que agregaba un sufrimiento insoportable a la situación triste era la culpa generada por esa creencia forjada en su infancia.
Fuimos trabajando para que aceptara que él, como todos, era como era y desprenderse de esta culposa idea de “no ser suficiente”. Finalmente Roberto, con su tristeza a cuestas se atrevió a iniciar una nueva actividad, deseada desde hace mucho tiempo. Nunca hubiera dejado su empresa y dado este salto de no mediar esta “circunstancia desgraciada”. Hoy poco a poco está creciendo económicamente y desde ya los problemas de pareja han quedado en el pasado.
Las semillas de la culpa
Las semillas de la culpa surgen en nuestra niñez cuando nuestros padres, en mayor o menor medida y con las mejores intenciones, no nos validan tal cual somos. Allí vamos construyendo la idea de que está mal ser como somos y comenzamos a embarcarnos en ser otros, esto es, acercarnos a aquel que nuestros padres dicen que debemos ser.
Un ejemplo sencillo y conocido es cuando el niño varón es sorprendido llorando y el padre le advierte: “Los hombres no lloran”. En esta situación, sin advertirlo, el niño saca sus primeras conclusiones: “Está mal llorar, está mal lo que siento”. A partir de allí cada vez que llore se sentirá culpable de no responder a esa idea.
El problema radica en que no nos damos cuenta que la frase: “Los hombres no lloran”, es solo una idea; la sentimos como una “realidad”, entonces en lugar de aceptar lo que nos pasa (que lloramos) nos imponemos aceptar como “realidad” la idea que los hombres no lloran, y cada vez que un hombre tiene ganas de llorar se siente culpable. Así nos van introduciendo las ideas de cómo debemos ser. Tenemos una construcción mental completa de lo que está bien pero como la única realidad es que somos como somos, nos llenamos de reproches y terminamos enojados con nosotros mismos por no ser como nuestro sistema de ideas lo indica. No importa cuan ideal y “bueno” sea el modelo que tengamos, lo que importa es que no somos ese modelo y todo el aliento o los castigos contra nosotros mismos están destinadas al fracaso y a sumirnos en la amargura y la depresión.
Las ideas que adquirimos en la relación con nuestros padres se ven aumentadas por lo que la sociedad nos indica como lo bueno y debido. Como en el caso de Roberto la sociedad suele adjudicar al hombre el papel de proveedor y cuando no lo cumple “como se debe” no es suficientemente hombre.
Por todos lados directa o sutilmente nos dicen que es lo que se espera de nosotros y cuando encontramos que nuestra vida no coincide con esas expectativas intentamos “cambiarla” para que se amolde a lo que se espera y cuando fracasamos nos sentimos culpables.
No se trata que esté mal tener ideas de lo que queremos ser o hacer, sino de lo que hacemos cuando nuestra vida no coincide con nuestras ideas.
La propuesta es aceptar lo que sucede, soltar el ideal y ocuparnos amorosamente, sin recriminaciones ni culpas de lo que haremos a partir de lo que hay. La situación en que nos encontramos puede gustarnos o no, pero es lo que hay y sólo podemos construir a partir de lo que hay y lo que hay es mucho más sólido que cualquier idea brillante de lo que debería ser.
El juez interno.
Los efectos de la culpa son interminables, es como si lleváramos un juez interno que cada vez que nos apartamos del modelo nos murmura al oído sus acusaciones. Bastaría convertirnos en observadores de nosotros mismos para notar la manera en que, directa o indirectamente, nos enjuiciamos y lo notable es que nos parece que este juez interno nos guía por el camino del bien, cuando en realidad sólo nos perjudica.
No queremos desprendernos de nuestras ideas. Esas inútiles tablas del bien y del mal, nos parecen más sólidas que nuestra realidad. Sin embargo le damos cabida permanentemente a nuestro juez interno porque creemos que nos ayuda. Un claro ejemplo de su inutilidad es el caso del alcohólico. Es harto sabido que el alcohólico no sale de su condición porque su juez interno o todos los jueces del mundo lo culpen, lo denigren y le digan que está mal tomar, sólo puede aspirar a salir cuando reconoce y acepta amorosamente su estado y aún así, tal cual es, se considera querible y digno de ayudarse y de recibir ayuda, o sea al revés de lo que su juez interno le dice: sos indigno, así nadie te quiere. El juicio nubla el entendimiento. Cuando se suspenden los juicios hay lugar para el amoroso interés y empezamos a entender verdaderamente el origen de nuestro comportamiento.
Cuando ponemos afuera el juez interno.
No siempre reconocemos que somos los generadores de nuestras propias culpas. Muchas veces le recriminamos al otro que “nos hace sentir culpable”. Esa situación no podría existir a menos que alguna parte nuestra comparta la acusación.
Me viene a la memoria mi propio caso. Antes de tener mis hijos me fui formando como terapeuta en Estados Unidos. Cuando me casé interrumpí mi formación hasta que mi hijo menor tuvo cuatro años. Cuando retomé para asistir a cursos cortos, mi mamá me preguntaba “inocentemente” si era realmente “necesario” que yo viajara y cuando me veía perseverante aumentaba la apuesta aclarando que si el avión se caía mis hijos quedarían sin madre. Por supuesto me enojaba muchísimo con mi mamá pero viajaba igualmente. Cuando llegaba a Estados Unidos la culpa comenzaba a hacer su trabajo y ningún curso me parecía lo suficientemente bueno para justificar mi “herejía”.
Poco a poco me di cuenta que eran mis propias ideas sobre lo que debía hacer que estaban interfiriendo y no me dejaban apreciar lo que cada curso tenía para darme. Era cierto que mi mamá me reprochaba, pero también era cierto yo misma me identificaba con ese reproche.
Ablandando al juez.
Seguí viajando porque así lo necesitaba, por otro lado mis hijos no presentaban síntoma alguno y mi marido me alentaba. Cuando volvía me sentía satisfecha, llena de amor y el contacto con mis hijos era inmejorable, sin embargo cuando estaba allá seguía sintiendo cierta culpa. El trabajo para disolverla fue observar los pensamientos, las ideas, las frases que me invadían cuando la culpa me tomaba: “Deberías estar en tu casa”, “Una buena madre no deja a sus hijos de esta manera” etc. etc. Al principio uno se deja tomar totalmente por la idea y dice “en realidad debería” estar en mi casa, luego me dediqué a observar que era sólo una idea, no una realidad y no tenía porqué responder a ella, es más, si me hubiera forzado a ajustarme a ese pensamiento hubiera perdido cosas que eran muy importantes para mí, con lo cual la situación no hubiera tenido nada de ideal.
Debo admitir que es muy difícil liberarse de esos pensamientos que adquirimos muy tempranamente, pero el trabajo es desidentificarse y observar que son sólo ideas y no realidades, entonces pierden la mayor parte de su fuerza, permanecen “en off” y no consiguen obstaculizar nuestro camino. La idea queda a un costado cuando nosotros podemos recuperar nuestro centro.
Cuando los otros me exigen
Como también lo cita Jorge Bucay en su libro “De la Autoestima al Egoísmo”, detrás de todo culposo hay un exigente y esa parte nuestra es el juez interno que nos exige ser de una determinada manera.
Pero no siempre reconocemos que tenemos el juez adentro, gran parte de las veces lo ponemos afuera y vemos exigencias donde no las hay o damos cabida a exigencias de otros que podríamos descartar.
María me relataba como Juan, su marido, era un campeón entreteniendo a sus hijos y no perdía ocasión de hacérselo notar. “En el mar Juan se llevó a los niños al agua a jugar justo cuando yo me tiendo a tomar sol. Al volver dice: Tendrías que haber estado, nos divertimos a lo grande . En esas condiciones pierdo todo el placer de unos de mis momentos favoritos. Siempre se repiten escenas de este tipo y yo me lleno de bronca”.
Más allá que trabajamos con Juan las razones que lo llevaban a tener esas expresiones de reproche, lo que apareció claramente fue que los reproches del marido calaban hondo porque en ella estaba la idea de que no era tan ocurrente y divertida como su marido, que no puede jugar en la computadora como él lo hace, que es una madre aburrida y cosas por el estilo. A lo largo de la terapia María pudo liberarse de la exigencia de ser la madre que no era y apreciar sus aspectos solícitos y cariñosos que estaban ocultos detrás de la crítica. Finalmente pudo disfrutar de sus baños de sol e inclusive ponerle límites – sin culpa- cuando Juan intentaba convertirla en una madre divertida.
Liberándonos de la culpa.
La culpa es un sentimiento inútil y perjudicial que socava nuestra estima recordándonos en todo momento que está mal ser como somos. De esta manera un gusto amargo impregna a nuestras relaciones y cuando la culpa es intensa puede impregnar a toda nuestra vida.
Cómo dice John Welwood, la base del sufrimiento humano es el enjuiciamiento. Cuando un problema nos invade observemos la manera en que nos enjuiciamos y trabajemos para aflojar el juicio aceptando que somos imperfectos y ser como somos no está ni bien ni mal, simplemente es lo que hay y, como dijimos, sólo podemos construir a partir de lo que hay. Más allá de lo que se piensa, hacemos lo que podemos. El impulso a ser como somos es más fuerte que cualquier idea. Podemos aceptarlo o sentirnos culpables y vivir en pelea, pero siempre vamos a ser como somos. Esto no quiere decir que no podemos evolucionar, crecer, sentirnos mejor, pero nunca lo haremos prestando atención a ese juez que nos muestra cuán incapaces somos. Ese juez sólo nos conduce a la impotencia. Cuando nos aceptamos de corazón en toda nuestra imperfección y vulnerabilidad, y no peleamos por cambiar, el amor y la compasión crece en nosotros, entonces el cambio se produce.
RECOMENDACIONES PARA “LIBERÁNDONOS DE LA CULPA”
La lista de lo debido:
-Buscá un momento libre de ocupaciones en un ambiente tranquilo fuera del diario trajinar.
-Conectate con todos los aspectos que te disgustan de vos mismo.
-En correspondencia con esos aspectos hacé una lista de tres columnas encabezando cada columna respectivamente con la siguientes palabras:
Columna 1: Debo
Columna 2: Quiero
Columna 3: Puedo
Para la Columna 1 procurá conectarte con todo lo que deberías cambiar y las frases que te decís para lograrlo. Aparecerán debajo del “Debo” todas las ideas de “lo que está bien”. Aquí figurarán todos los argumentos del juez interno.
En correspondencia con el comportamiento de cada “Debo” de la Columna 1, observá qué te sentís impulsado a hacer y anotalo al mismo nivel en la Columna 2.
Finalmente en la Columna 3 anotá lo que podés y realmente hacés para cada caso.
Por ejemplo: Debería hacer una dieta estricta y bajar diez kilos.
Quiero comer a toda hora.
Puedo hacer una dieta moderada que salteo de vez en cuando
Agrandá tu lista a lo largo del tiempo.
Leéla una y otra vez. Quizás la columna del “Puedo” no te guste del todo, sin embargo es lo único real.
La primera columna la conocimos desde siempre y no fue ni es de ninguna utilidad, salvo la autotortura. Siempre terminamos en la tercer columna. Descartemos la columna del “Debo”, aceptemos amorosamente cada “Puedo”. Quitémosle al juez sus argumentos y allí empezará otra historia.
En busca del juez inteno
Otro ejercicio consiste en identificar cotidianamente, cuándo me estoy enjuiciando y cambiar el juicio por amorosas preguntas. Por ejemplo: Cuando me descubro diciendo “Qué tonta que fui” podría cambiarlo por “¿Qué me habrá llevado a comportarme de esa manera?”. Aquí no sólo nos estamos dejando de juzgar sino que estamos cultivando el interés en nosotros mismos. Siempre descubriremos que los comportamientos más “tontos” tienen su inteligencia, para algo nos sirven o nos sirvieron el pasado.
No siempre los juicios son tan evidentes, hay cientos de juicios que se esconden detrás de frases como: “Tendría que haber hecho tal cosa” “Si hubiera o hubiese…” etc, etc
Tampoco nos enojemos porque nos enjuiciamos, de lo contrario estaríamos renovando el círculo vicioso diciendo “Que tonta, cómo me enjuicio”.
Solo observemos nuestros mecanismos. La sola observación los hace aparecer simplemente como son: Tan sólo ideas.
Por la Lic. Silvia Salinas, en www.silviasalinas.com.ar